| La isla de Alegranza es la más septentrional de todo el archipiélago canario y la primera que divisaban los barcos que procedían de España. Su distancia de La Graciosa es de 10 km.; tiene 11'72 km² y una altura máxima de 295 m. en La Caldera.
Dicen Torriani y Abréu Galindo (éste por más extenso) que el nombre de Alegranza se lo dieron los franceses de la expedición bethencouriana cuando, al avistarla en su viaje de conquista, empezaron a dar voces «por dar contento a los castellanos, que venían mareados», diciendo en lengua francesa «¡alegranze, alegranze!», y que por repetir muchas veces este nombre con él se quedó. Puede ser; nada hay, que sepamos, que se oponga en coherencia con las leyes de la toponomástica a esta anécdota nominadora; más aún, varias de las islas de Canarias tienen el nombre que tienen por el aspecto primero que ofrecieron a quienes las bautizaron: así Graciosa, Hierro, Montaña Clara o Fuerteventura. Pero existe otra posible explicación, aportada y comentada por Agustín Pallarés: Se sabe que los Hermanos Vivaldi, genoveses de nacimiento, visitaron las islas a finales del siglo XIII, y que estuvieron en Lanzarote; no dejaron testimonios escritos de su viaje, pues se perdieron sin saber su paradero, mas se sabe que una de las dos galeras en que salieron de Génova en 1291 se llamaba Allegranza. ¿No será este el origen del nombre del islote? Tendría, en este caso, un origen paralelo al nombre que le asignaron al islote de Santa Clara.
La denominación que siempre ha tenido es la que ha llegado hasta hoy, Alegranza, sin artículo, aunque escrita en los tiempos antiguos con algún signo indicativo del seseo con que se pronuncia en Canarias: Alegrança se escribe en los mapas de Briçuela/Casola y de P.A. del Castillo. La describe Torriani de la manera siguiente: «Tiene forma triangular, con dos lados iguales y el tercero más corto. Hacia Poniente se eleva una alta montaña, que en otro tiempo fue volcán; el cual en la parte del Levante derrama por grandísima vorágine torrentes de piedras, que en otros tiempos, todavía líquidas, corrieron hacia abajo, en dirección del mar» (1978: 32). En la detenida visita que a comienzos del siglo XX hizo a ella el geólogo Hernández-Pacheco (2002: 292) dice que en los años lluviosos la única familia que habitaba la isla como «colono», además del torrero, cultivaba cereales, aparte el sostenimiento de un rebaño de cabras, pero que el principal «negocio» era para él la caza de pardelas, de la que en algunos años llegaba a recoger más de 12.000. Una descripción hace Hernández-Pacheco del panorama que desde el punto más alto del islote (La Caldera) se divisa, y que por su belleza merece reproducirse aquí. Dice: La impresión que produce este gran cráter, de aspecto tan regular, de color ceniciento y de dimensiones tan grandes, es de augusta tranquilidad. La tranquilidad serena de las cosas muertas, contribuyendo a ello el ingente acantilado frente al mar desierto y cuyo oleaje, desde esta gran altura, no se percibe. No es la impresión de los cráteres de escorias y lavas que llevan a la imaginación la idea de erupciones, paroxismos y agitación. Aquí todo respira silencio, tranquilidad, melancolía y tristeza desde este monte pelado, desde el que se domina la isla solitaria, sin árboles, matorrales, ni vegetación apreciable, sin arroyos ni nada que suponga movimiento y vida, extendiéndose la vista sobre el dilatado azul del mar que, desde lo alto, aparece sin olas ni movimiento, no animado por ningún penacho de humo, ni ninguna blanca vela. Alejado de mis compañeros y solo en el borde del gran volcán muerto y ante el sereno mar, sentí la augusta calma de la naturaleza con una intensidad como nunca espero volver a sentir« (Hernández-Pacheco 2002: 289).
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