| La denominación con que actualmente se conoce este lugar es la de «Parque Nacional de Timanfaya», pero este es «topónimo» moderno, debido a la declaración que de tal se hizo en 1974, y así ha pasado a los letreros de carretera, a los mapas y a los folletos turísticos que circulan por todo el mundo, porque, efectivamente, atracción mundial es, y única, este paraje de Lanzarote. Pero la denominación con que se conoció hasta esa fecha y la que sigue predominando actualmente en el habla local es la de Montañas del Fuego. Tal topónimo, no obstante, no es muy antiguo y conocemos exactamente el momento de su nacimiento. Fue a partir de las erupciones de Timanfaya entre 1730 y 1736, cuando «el fuego corrió por los lugares de Tingafa, Mancha Blanca, Maretas, Santa Catalina, Jaretas, San Juan, Peña de Palmas, Testeina y Rodeos, destruyéndolos todos y cubriendo con sus arenas, lava, cenizas y cascajos», según relato de Viera (1982a: I, 788). Los lugares sepultados por los nuevos volcanes eran «las más fértiles tierras de la isla», según atestiguan todos los documentos de la época. El fuego fue el elemento destructor y el que sirvió para la nueva denominación. La primera referencia a ella se la debemos a Leopold von Buch, el vulcanólogo alemán a quien debemos también el conocimiento del célebre relato que el Cura de Yaisa, Lorenzo Curbelo, hizo de la erupción a la vista directa del fenómeno. Pues llegado von Busch a la isla de Lanzarote en 1815 para estudiar de cerca la erupción de Timanfaya, escribió: «En Puerto Naos -dice- me enteré con sorpresa de que la montaña ardía aún y de que por esa razón se la denominaba Montaña del Fuego» (Romero Ruiz 1997: 101).
Y Montaña o Montañas del Fuego sigue llamándose al «edificio» principal surgido de aquellas erupciones, en donde modernamente César Manrique diseñó unas instalaciones turísticas en torno a lo que sigue siendo el elemento principal del lugar: el fuego que hay bajo tierra, y que los cuidadores de dichas instalaciones hacen ver a los miles de turistas que visitan diariamente aquel alucinante territorio. Nadie que llegue a Lanzarote puede marchase sin visitar el lugar. Como no lo hizo la célebre viajera inglesa Olivia Stone a fines del siglo XIX y quien dejó escritas sus impresiones, centradas allí en el silencio y la desolación imponentes que dominan las Montañas del Fuego: «El silencio es agoviante y terrible. Nada se mueve; no hay siquiera una ramita que nos indique de dónde sopla el viento; sólo aridez y desolación. Dos cuervos negros aparecen repentinamente y, cuando nos sobrevuelan, puedo oír el suave roce de sus alas por encima de nuestras cabezas. Parecen aves de rapiña aguardando a que la muerte les llegue a estos intrusos imprudentes que han penetrado en estos terribles páramos» (1995: 352).
Adviértase que el plural Montañas es totalmente anómalo en el uso toponomástico de Lanzarote y de todas las islas Canarias, por cuanto el término montaña designa siempre un accidente individual, el cono volcánico surgido de un volcán. Si aquí se usa el plural, bien que como variante de Montaña del Fuego y no como denominación única, lo es por ser un topónimo neológico, surgido para referirse no a unas montañas determinadas sino al conjunto entero de las surgidas de la erupción del Timanfaya.
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